sábado, 26 de febrero de 2011

Capítulo I: La Misión





El aire frío le golpeaba en la cara y hacía que sus cabellos blanquecinos se revolvieran como si tuvieran vida. El viaje, contra todo pronóstico, había sido duro. Los piratas del cielo y los monstruos voladores les habían hecho pesada la travesía, pero ahora ya estaban dentro de la jurisdicción de Baron y su guardia voladora, los Red Wings.

-Dentro de poco llegaremos, hijo mío.

El muchacho asintió, e hizo dirigir el vuelo de su madre hacia la ciudad que ahora dirigía con buen juicio el rey Cecil. Las nubes se iban apartando según bajaban y los oídos y ojos del muchacho se acostumbraron rápidamente al brusco cambio.

La dragona, animal mítico y, según decían, emisario de los dioses, bajó hasta llegar al punto de aterrizaje de los Red Wings y de los Drakos de Viento, y cayó pesadamente en el lugar. Ankar miró a su alrededor, distinguiendo varios drakos dormidos y alguna que otra nave aérea.

-Madre, iré a ver al rey Cecil. Tú espera aquí o transfórmate en humana y da una vuelta. -Expresó el dragontino moviendo los labios, pero sin una sola palabra.
-Bah. ¿Yo, transformarme en humana? Qué sentido del humor más extraño tienes, hijo mío. Te esperaré aquí. Ten cuidado.

El muchacho bajó del lomo de la dragona con elegancia, y al caer al suelo se acomodó un poco la capa blanca y la ropa negra que llevaba. Se colocó bien los guantes azul perla y se subió un poco el cinturón del mismo color, en el cual colgaba una vaina con una espada y un pequeño cilindro de metal. Con un movimiento dejó ver el colgante que le identificaba como Dragontino de Baron, un collar de plata con un emblema en forma de dragón.

-Lo tendré, Madre. No te preocupes. -Contestó él de nuevo sin una sola palabra salida de su garganta, pues las palabras de Ankar, el joven de cabellos blancos, aunque moviera los labios, eran imposibles de escuchar con los oídos. Las mandaba telepáticamente pues no podía hablar con voz física. Los únicos sonidos que podía producir eran las risas, algo guturales, y una especie de rugidos aprendidos con sus hermanos.

El muchacho se despidió de la dragona azul y se dirigió, mientras que se ataba los largos cabellos blancos en una coleta, por las calles de Baron. Alguna que otra vez había estado allí cuando comenzó su entrenamiento de dragontino, bajo la tutela de un gran héroe, Kain, pero su maestro le llevaba a ver mundo de vez en cuando, así que no paraban mucho en la ciudad. Según el propio rey Cecil, Ankar era igual que Kain de joven, impetuoso y con ganas de probarse a sí mismo. Se equivocaba solo un poco.

El maestro Kain le había enseñado a usar la lanza de tal manera que hasta a su propio maestro le costaba vencerle, pero al cabo de un tiempo terminó su adiestramiento, y como dragontino de Baron, empezó a hacer misiones, bajo el mando del dragontino sagrado, aunque muchas veces volvía a Burmecia con su familia y viajaban un tiempo hacia diferentes lugares, como a su viejo hogar: la montaña del Dragón. Pasaron los años y su maestro le mandó una misiva cuando llevaba con su esposa e hijas más o menos un mes. Al cabo de unos días, decidió ir a responder la llamada de Baron, pero todo había cambiado desde la última vez que había ido, casi nueve años atrás. Los puestos de fruta, que cuando comenzó el reinado de Cecil estaban casi en quiebra, ahora estaban a rebosar de personas y género. Las casas habían sido reconstruidas, y los niños jugaban por cualquier lugar. Recordó cuando tuvo que escoltar al príncipe Ceodore a Alexandría y educarlo para usar la espada y la lanza, y todavía estaban reparando algunas zonas de la ciudad.

Se dirigió hacia el castillo, y en la puerta, encontró a un viejo amigo.

-Maestro Kain. ¿Qué hace aquí? -Preguntó a la persona que había encontrado.

Kain, que llevaba como siempre su armadura de dragontino sagrado, tenía el yelmo en la mano, sonriéndole. Los años le habían pasado factura desde la gran guerra junto con el rey Cecil y la reina Rosa. Su rostro ya no era el del joven impetuoso que era antes, y sus cabellos rubios empezaban a tener algunas canas. Sin embargo, su vitalidad seguía siendo la misma que entonces, y muchos reclutas que llegaban a ser dragontinos habían sido motivados por la forma física del general y maestro.

Kain se acercó al joven, pero Ankar notó el olor. Olía a sangre.

-¿Qué os ha ocurrido, Maestro?
-Ay, mi joven aprendiz. Han ocurrido muchas cosas... -Dijo el Maestro Dragontino pasándose la mano por el cabello. -Antes de que vayas a que te den tu nueva misión, quiero hablar contigo sobre cierto asunto. ¿Te importa?
Ankar negó con la cabeza, y ambos se dirigieron a una taberna. Se sentaron en la barra, lejos de los oídos indiscretos que aquella buena taberna pudiera tener y pidieron ambos sendas cervezas.
-¿Qué tal está Angelus? -Preguntó Kain mientras daba un sorbo a su cerveza.
-Bien, algo asqueada por el hecho de estar rodeada de pequeños y jóvenes drakos de viento, pero se le pasará. Está ansiosa por saber que misión nos tienes preparada. -Dijo Ankar mirando hacia su maestro con una pequeña sonrisa.
-Bueno, realmente, la misión es de parte del rey Cecil. -Ante la mirada atónita de Ankar, Kain solo sorbió de su cerveza. -Le hablé de ti y quiere proponerte una misión importante.
-Eso es... un gran favor, maestro. -Dijo el joven sorprendido.
-Bah, no tiene importancia... Pero dime. ¿Cómo estás tú? -Preguntó el maestro al aprendiz y, aunque sabía la respuesta de la siguiente pregunta, la hizo igualmente. -¿Encontraste al Dragón Negro?

Ankar bebió un largo trago de cerveza antes de contestar. Kain sabía la historia, por supuesto, pues uno de los requisitos para hacerse dragontino en el reino de la luna es dar a entender su propia vida. El maestro dragontino le envió a misiones que tuvieran que ver con algún rumor sobre el Dragón Negro adrede, pero nunca había encontrado nada más que simples pistas, y muchas veces volvía a su punto de origen, en Lix. Pero era en Burmecia donde descansaba.

-No. Aún no. Pero estoy sobre la pista. Angelus nota su olor por aquí cerca.

Kain bebió de su jarra y miró pensativo a su aprendiz, midiendo las palabras que iba a decir a continuación.

-Hijo, yo sé dónde está ese dragón negro.

A Ankar por poco se le cae la jarra de la impresión, y miró a su maestro incrédulo.

-¿Cómo?
-Verás... -Kain dejó la cerveza en la barra y se rascó un poco la cabeza. -En cierto modo, lo descubrimos hace poco. Sabes que, aparte de los Red Wings, también hay un gran destacamento de dragontinos en el reino. Pues bien, hace poco el regimiento entero de dragontinos, yo incluido, visitamos unas montañas no muy lejos de aquí. Allí nos encontramos con tu Dragón Negro, durmiendo la siesta. Sabes cómo son los dragones cuando se le interrumpe la siesta, y se enfadó. Nosotros los dragontinos tenemos muy buenas relaciones con estos seres, pero este parecía poseído... -Kain agarró de nuevo su jarra y sorbió de ella. Se le habían secado los labios repentinamente. -Acabó con prácticamente todo el regimiento... El resto está en cama, algunos con alucinaciones. Temo que tú y yo seamos los únicos dragontinos sanos que quedan en Baron, hijo. De todos.

Ankar miraba con asombro a su maestro. Era un gran héroe, había luchado por salvar el mundo, y le venció el Dragón Negro. A él, y a todos los demás dragontinos, todos unos grandes hombres. ¿Cuánto había dejado atrás en los cortos días de descanso con su familia?

-¿Cómo sucedió? -Quiso saber el joven. -¿Por qué no luchasteis, maestro? Somos diez escuadrones de dragontinos... puedo entender que no seamos tantos como el ejército regular, pero somos muchísimos dragontinos.
-Ankar, sabes que yo hubiera preferido luchar a muerte contra aquel... loco, por llamarlo de alguna manera. Pero con nosotros venían también jóvenes reclutas, y no pude salvarlos a todos... -Kain miró la espuma creada por la cerveza con aire decaído. -Me siento como un títere...
-¿Dónde está? -Dijo con odio Ankar mientras dejaba con demasiada fuerza la jarra en la barra, haciendo que el tabernero los mirara. -Le haré pagar por todo lo que ha hecho.
-Se ve que es uno de los guardianes de los cristales, pero no se dé cual... -Dijo mientras volvía a beber su cerveza el maestro.

Ankar se tranquilizó. Si era guardián, solo tenía que ir a ver a su Majestad el rey Cecil, pedirle un salvoconducto para entrar en los templos, y encontrarle. Y entonces, acabar con él.

-Olvídate de eso. -Dijo repentinamente Kain.
-Maestro, no me leáis la mente, por favor. -Dijo el otro dragontino, pensando que, como otras veces, sus pensamientos habían salido a la luz en forma de palabras.
-No me hace falta, tu cara lo dice todo. -Dijo Kain mientras se terminaba la cerveza. -Eso sí, ve a hablar con Cecil. Tiene una misión muy importante para ti, y debes encontrar a gente que te ayude en esa misión, porque no será moco de pavo, hijo. La misión en este caso es bastante importante, no me hagas quedar mal. ¿De acuerdo?

Ankar asintió, y ambos se levantaron. Kain pidió al posadero que les cobrara las cervezas, pero el hombre, sonriente, dijo que no hacía falta, que por dos dragontinos, cien míseros giles no hacía falta que le pagaran. Aun así, Kain le dejó las monedas y se marcharon. Se dirigieron hacia el castillo, y en la puerta, se despidieron con un abrazo.

-Iré a ver a tu madre. -Dijo mientras miraba hacia el lugar donde descansaban los dragones del viento. -Hace tiempo que no la veo, y seguro que se enfadará conmigo si no nos vemos.
-Cuídate, maestro. -Se despidió Ankar, mientras veía como Kain bajaba las escaleras en dirección a la plaza.

El muchacho se giró y se dirigió hacia la entrada del palacio. Al abrir la gran puerta, casi se tropezó con dos exhalaciones que salían en dirección al patio. Antes de que estuvieran fuera de su alcance, las agarró del cuello de la ropa y las metió en el palacio.

-Erik, Alyssa. ¿Qué os tienen dicho sobre salir afuera sin protección? -Le dijo el dragontino a las dos pequeñas figuras.

El niño y la niña miraron a Ankar extrañados, pero pasó su sorpresa a felicidad al reconocer al Dragontino. Tenían los cabellos pálidos y algo largos, igual que su padre, pero indiscutiblemente se parecían mucho más a su madre. Ambos llevaban ropas sencillas con las cuales moverse de arriba para abajo, de colores claros, y Ankar pensó que ya debían tener unos diez u once años. Alyssa se enganchó a su cuello antes de que se diera cuenta, y Erik comenzó a dar vueltas alrededor de Ankar.

-Vamos, se ve que vuestro padre tiene una misión para mí. -Dijo el muchacho mientras dejaba a Alyssa en el suelo. -¿Me acompañáis?
-¡Sí! -Al unísono, los mellizos asintieron y se agarraron cada uno a una de las manos de Ankar.

Los tres se dirigieron hacia la sala del trono, ante algunas miradas de reproche de los criados más ancianos. Al llegar al portón, entraron para ver al rey de Baron.

El paladín Cecil, rey de Baron, estaba de pie, mirando por una de las ventanas el paisaje que ofrecían las vistas de su castillo, con sus cabellos recogidos en una simple tiara plateada, que los apartaban fuera de la cara. La ropa que vestía era más bien sencilla, pero muy elegante. Llevaba una camisa roja con el emblema de Baron en el pecho, un dragón dorado. Unos pantalones blancos y una espada en el cinto, la cual no se quitaba nunca, terminaban su indumentaria.

Al entrar el hombre con los niños, el rey miró de reojo, pero no se giró.

-Majestad. -Dijo Ankar agachando una rodilla hasta el suelo y mirando hacia abajo. -El Dragontino Ankar Einor, al servicio del Rey de Barón y de la Zarina de Burmecia, está presente, mi señor.

El rey de Barón sonrió al escuchar su título y se giró, mirando fijamente a Ankar con sus ojos claros. Se acercó un poco y se sentó en el trono rojo acolchado.

-Bienvenido, Ankar, hijo de Angelus e Iregore. -Dijo Cecil mientras miraba al soldado. -Álzate y acércate un poco, que no estás aquí para recibir castigo. -El Dragontino se alzó y se acercó un poco a su soberano. -¿Cómo estás? ¿Y qué tal tu familia?
-Están bien, mi señor, Burmecia es fresca en esta época del año. -Contestó Ankar sonriendo con timidez ante la familiaridad que le expresaba el rey. -Recién llego desde ahí, estuve con ellos el último mes cuando me llegó el mensaje de mi maestro.
-¿Les echas de menos?
-Siempre, majestad. Pero el deber es el deber.

Cecil le miró con una sonrisa apacible. El joven de cabellos blanquecinos conoció una sola vez al rey antes de ese encuentro, y en ambas ocasiones, en esta y en la anterior, había reconocido el poder que residía en su soberano.

La primera vez que se vieron fue hace unos años, cuando conoció a Erik y a Alyssa. Los niños llegaron hasta donde estaban Angelus y Ankar, y ambos estuvieron mucho rato jugando con ellos. Al cabo de las horas, Cecil llegó al lugar buscando a sus hijos, y se encontró con el panorama de que los niños estaban con el pupilo de Kain. Hablaron poco entre ellos, pero a Cecil le pareció muy parecido a su amigo cuando era joven.

Sin embargo, desde la última vez que lo vio, no había cambiado físicamente para nada.

-Hijos míos. -Se dirigió el rey a los niños. -¿Podéis dejarnos? Tengo que hablar con Ankar sobre asuntos serios.

La niña pegó un zapatazo en el suelo mientras miraba furiosa a su padre.

-¡No vale, papá! ¡No debes monopolizar a Ankar, siempre está de misión o en Burmecia, y nunca tiene tiempo para jugar con nosotros! -Decía la niña ante los movimientos afirmativos del hermano. -¡Hace mucho tiempo que no le vemos!

Ankar, sonriendo, apoyó la mano en la cabeza de la niña y le sonrió.

-Después os llevaré a ver a Angelus. ¿Vale? Seguro que se pone contenta. -Dijo mientras acariciaba los cabellos de la niña.
-¿De veras? -Preguntó con un dejo de tristeza la niña.
-Sí, de veras. -Dijo el dragontino mientras soltaba a Alyssa. -Pero ahora tengo que hablar con vuestro padre. ¿Lo entiendes?

La niña asintió, y se dirigió a su hermano.

-Vámonos, Erik...
-Vale... Hasta pronto. -Dijo el crío mientras él y su hermana se dirigían a la salida.

Ambos niños salieron ante la sonrisa de su padre, la cual se esfumó al instaurarse el silencio en la sala.

-Joven Ankar, te he hecho venir porque necesito que realices una misión sin demora. -Dijo el Rey colocando sus manos en los reposabrazos del trono.
-¿El Dragón Negro? -Dijo ansioso el dragontino.
-No exactamente... -Dijo Cecil mientras miraba al muchacho. -Verás... Tu misión consta de dos partes. La primera te la daré ahora, la segunda será cuando termines la primera. ¿Estás preparado para escuchar tu misión, Ankar?
-Sí, majestad.
-Bien... -Cecil se pasó la lengua por los labios antes de hablar. -Tu misión consiste en ir a los Templos Eternos y destruir los cristales elementales.

Ankar abrió los ojos desmesuradamente.

-¡¿Cómo?! ¡Pero si eso es un delito mundial! ¡No soy un proscrito, mi señor!
-Cálmate, hijo, no he terminado de hablar. -Dijo el soberano levantando una mano.
-¡Pero...!
-¡Silencio! -Esta vez, la voz de Cecil fue totalmente autoritaria, y Ankar cerró sus pensamientos y agachó la cabeza. -Bien, eso está mejor. No pienses que te mando a una misión suicida solo por pedirte que destruyas los cristales. Hay una razón muy poderosa para ello.

Ankar restó en silencio unos segundos antes de preguntar.

-¿Qué debo hacer?

Cecil sonrió con tristeza.

-Debes ir con las personas que creas necesarias a los templos y derrotar al Guardián de cada Templo Eterno antes de romper el cristal. Esa será la primera parte de tu misión.
-Y la segunda no la sabré aún... ¿Verdad?
-Verdad. Es demasiado pronto para que lo sepas. -Le contestó el rey. -Iréis en la dirección de la tradición, es decir iréis primero al Templo del Fuego Eterno, después al del Mar, al del Viento, en el reino de Tycoon, al del Árbol Eterno; y después al del Destello Eterno y al de la Sombra Eterna.
-Majestad... -Dijo despacio el Dragontino. -A los templos del Destello y la Sombra es imposible entrar. Mucha gente lo ha intentado sin resultados.
-Porque no tenían la llave. -Dijo Cecil. -Cada vez que destruyáis un cristal, recogerás un pedazo de ese cristal. Con los templos del Fuego, del Mar, del Viento y del Árbol no hay problema para que puedas entrar, pero para entrar en el del Destello Eterno tendrás que llevar un pedazo de cada cristal, y para entrar en el de la Sombra Eterna deberás llevar un pedazo del cristal de la luz. Esas son las llaves.

El dragontino asintió y permaneció en silencio.

-Veo que tienes algunas preguntas que hacerme. Hazlas.
-Majestad... -el dragontino se sentía incómodo por lo que iba a preguntar. -Mi maestro Kain me dijo... que uno de los guardianes era el Dragón Negro que estoy buscando...
-Cierto... Lemnar, el Dragón Negro... Se sabe que es un Guardián, aunque exactamente no se sabe de qué templo es. -El rey se levantó y se dirigió a la ventana de nuevo. -En teoría, los guardianes deben estar en sus templos, pero este campa a sus anchas por los diferentes reinos. Deberás ir templo por templo para encontrarle, Ankar.

El dragontino asintió.

-Otra pregunta, mi señor.
-Hazla.
-¿Por qué yo?
-¿Y por qué no?

El dragontino se quedó pasmado por la respuesta.

-Pues... podrían haber personas más aptas para esta misión. -Dijo Ankar algo avergonzado. -Gente más poderosa, con más experiencia. Vos mismo podríais ir a hacer esta misión con el Maestro Kain.
-Soy mayor, Ankar. -Dijo Cecil después de un pequeño silencio mientras miraba fuera. -Además, soy rey de Barón. No puedo ir por ahí desatendiendo mi reino. Por eso, cuando Kain me habló de ti y de tu cruzada con el Dragón Negro pensé que te interesaría. ¿Crees que hice mal?
-En absoluto, mi señor. -Dijo Ankar agachando más la cabeza. -Me siento halagado de que confiéis en mí. Marcharé lo más pronto posible.
-No te precipites. La paciencia es una virtud. Además, tengo otra cosa que decirte.

Ankar se quedó inmóvil, rodilla en el suelo, escuchando.

-Tal y como estás ahora, evita enfrentarte al Dragón Negro en todo lo posible.

Ankar abrió los ojos desmesuradamente.

-¡¿Por qué?! Si es uno de los guardianes, cuanto antes lo venzamos mejor.
-Es demasiado poderoso para ti, Ankar. -El dragontino se quedó callado de golpe. -Eres demasiado débil para vencerlo. Hazte fuerte. Explora el mundo. Conoce a gente. Solo así te harás más poderoso. Y cuando tengas el poder suficiente, vence a Lemnar. Eso es todo lo que debo decirte. -El rey se giró a su soldado y le miró fijamente. -Ankar Einor, ahora mismo ya tienes tu misión. Quiero que la cumplas con premura y sin dilación. ¿Está claro?
-Sí, mi señor. -Dijo con firmeza el peliblanco dándose un pequeño golpe en el pecho con el puño cerrado.
-Quiero un informe después de que destruyas el cristal del Fuego Eterno.
-Como deseéis, majestad.
-Puedes irte.

Ankar agachó más la cabeza, se levantó y dejó solo al rey de Barón. Salió del gran castillo y se volvió a dirigir hacia el patio donde debía esperarlo Angelus, ajena a todo, o tal vez no. Mientras caminaba, seguía sumido en sus pensamientos.

¿Compañeros? Con la excepción de algunos de la academia y de los soldados en la Guerra de las Sombras, siempre se había mantenido apartado de las relaciones personales, salvo con la excepción de su propia familia. Bueno, aquel samurái demente era una excepción, pues por alguna razón hizo buenas migas con él, pero... ¿Para qué necesitaba compañeros, si muchas veces hacen retrasar el viaje hacia el destino? No es que fuera antisocial, pero como miembro del ejército había visto lo que un soldado indisciplinado puede hacer a la misión. Pero era un decreto real, así que debía acatarlo. Mientras paseaba, se encontraba con varias personas. Algunas le saludaban afectuosamente, otras le miraban con descaro. "Humanoides" Pensó. "Vivimos en una sociedad bastante buena, aunque con diferencias de edades muy marcadas... Los Humanos viven como máximo cien años, mientras que las Vieras viven trescientos y los Elvaan lo hacen a más de quinientos. Y yo me encuentro entre todos, con una edad que no corresponde a mi físico... Hacer amigos solo para verlos morir... que extraño destino es aquel que nos espera a los que vivimos más... ¿Cómo lo hacen los Elvaan que se juntan con Humanos? ¿Cómo lo hacen las Viera...?" Esos eran pensamientos que le habían asaltado desde siempre, sobretodo más desde que su familia se hizo patente. Y siempre que llegaba a esa parte recordaba cómo, durante mucho tiempo, estuvo buscando a su verdadera familia, a aquellos seres que lo abandonaron en Nibel al cuidado de Angelus, haciendo que su cuerpo asimilara la poderosa esencia de los dragones. Le habían privado de una vida corta como los humanos, pero impidiendo ser como los dragones. Vivía en el margen como un Semiesper. "No le demos más vueltas" pensó. "Es gracias a que soy como soy que he podido vivir hasta ahora, tener una familia como la que tengo... y mi mudez...". Inconscientemente, se acarició la garganta, donde tenía una gran cicatriz.

Al llegar a la plazoleta de aterrizaje, sus pensamientos se bloquearon por la sorpresa y se detuvo en el sitio. A lo lejos vio como Angelus estaba hablando con una muchacha. Aquello era muy extraño. Su madre casi nunca hablaba con desconocidos, menos aún con muchachas. Se acercó sigilosamente, y cuando estuvo a pocos pasos de la pareja, la muchacha se giró hacia él en un revuelo de cabellos violetas.

-¿Me has oído llegar? -Preguntó extrañado Ankar mientras miraba los morados ojos de la chica.
-Sí, aunque me costó lo mío. -Dijo ésta mirando con lo que se podría decir algo de curiosidad al dragontino.
-Vaya. Tienes un buen entrenamiento. -Sonrió mientras se acercaba a Angelus.
-No sabría decirte.

El dragontino acarició el morro de la dragona, mientras esta cerraba los ojos como si aquel gesto fuera algo que le gustara mucho.

-¿Por qué usas telepatía? -Preguntó la muchacha a Ankar.
-No tengo voz, por eso la uso... -Contestó mientras sonreía tristemente.
-Pero mueves los labios. -"Curiosa como pocas..." pensó el chico.
-La telepatía de corto alcance fue creada para gente que no puede usar la voz, por eso movemos los labios, es como si habláramos... -Dijo mientras miraba a la chica. -Pero perdona, soy un desconsiderado. -Se apartó un poco de la dragona e hizo una reverencia colocando el brazo delante del estómago e inclinándose. -Soy Ankar Einor. Encantado, señorita...
-Ember. -Dijo ella como si tal cosa. -Mi nombre es Emberlei Oakheart.